miércoles, 17 de marzo de 2010

"Eneas en el Tíber" de Alejandro Oliveros

Publicado originalmente en: http://prodavinci.com/2010/01/19/eneas-en-el-tiber/


Copiamos aquí el hermoso ensayo de Alejandro Oliveros que nos habla del singular viaje de Eneas.


Eneas en el Tíber
Que Eneas no era un hombre de mar, como Ulises, lo sabemos desde el principio. Desde la misma aparición del héroe virgiliano en las páginas de la Eneida. Ante la espantosa tormenta desatada por Eolo para complacer a la tan implacable Juno, esposa y hermana de Júpiter, por parte de Cronos-Saturno, nuestro personaje expresa un temor sólo comparable al del Duque de Medina Sidonia, cuando, por insensatas órdenes del rey prudente Felipe II, se tuvo que encargar de la suerte de la Armada Invencible, él, que con toda su grandeza, se mareaba a la sola vista del agitado Atlántico. Eneas, por su parte, tiembla ante el inminente desarreglo de los elementos, el inquietante “frigore membra”.
Inquietante porque a este sobreviviente último de la aristocracia troyana, se le ha encargado ponerse a la cabeza de un itinerario marino. Y lo menos que le pedimos a un hombre con tan delicada responsabilidad es la serenidad. Un atributo que, entre tantas torpezas, debemos reconocerle a Edward J. Smith, infortunado comandante del Titanic. El mantuano cuenta, y canta, de esta manera, el terror del hijo de Anquises ante la perspectiva de hacerse a la mar agitada y devoradora de altas naves y esforzados hombres:
Un frío repentino afloja los miembros de Eneas, exhala un gemido y,
tendiendo las manos los astros, exclama de esta suerte: ‘!Una y
mil veces bienaventurados a quienes tocó morir a la vista de sus
padres, bajo los altos muros de Troya! ¡Oh, hijo de tideo, el más
valiente de la raza de los dánaos, que no haya yo podido caer en
los campos ilíacos y por tu mano derramar mi alma allí donde
yace el fiero Héctor, derribado por la lanza del Eácida, donde
yace el gigante Sarpedón, donde el Simosis arrastra revueltos
bajo sus ondas tantos escudos y tantos yelmos de tantos cuerpos
cuerpos valerosos de héroes.
Aunque no dejaba de tener razón Eneas. Porque el temporal diezmó su flota de la misma manera que el duque de Medina Sidonia, inmortalizado por Cervantes en un soneto implacable, vio perderse a la pobre Invencible en los diversos mares que rodean las islas británicas. Y es que, como he dicho, ni Eneas ni Medina eran hombres de mar. Y, en ambos casos, el océano se da en ellos como fatalidad. Como destino que hubieran preferido evitar. Y es que ni Troya es Grecia, ni España la pérfida Albión, pródigas ambas en lobos de las saladas aguas, como Sir Walter Raleigh. Y como Ulises. Quien enfrentó a no menos tormentosas aguas. En su caso no es el pintoresco Eolo quien lo adversa. El itacense tiene como enemigo a no otro que a Poseidón, rey de las aguas marinas temible. Pero es que Ulises es un hombre de mar. Aunque se pueda esgrimir, no sin ligereza, que lo que ansiaba era pisar tierra, regresar a su isla, a su palacio tomado, a una Penélope envejecida y a un indócil Telémaco. Se puede recordar que nunca quiso ir a Troya, que fue el último que se embarcó y que hasta trató de hacerse el loco para evitarlo.
Leen poco y mal los que así discurren. Ulises no desconfía en aquel momento de la partida, de la travesía por el vinoso ponto. Desconfía, con razón, de unos planes guerreros que tenían como objetivo el rescate de la esquivosa mujer de Menelao que se había ido a Troya con Paris por su propia voluntad. El laertíada tiene que haber admirado los formidables muros de Troya en alguna de sus travesía por el Mediterráneo griego, y contemplado sus altas torres, aquellas “topless towers of Illium” cantadas por un contemporáneo de Shakespeare, el irresponsable Christopher Marlowe. Claro que sabía de Troya y de allí su desconfianza. Pero más desconfiaba de Helena, a la que seguramente conoció en alguno de los banquetes en el palacio del Atrida. Y si no la conoció antes de la caída de Troya la conoció después. Como cuenta, y canta, Kazantzakis en su moderna Odisea, donde se reseña la segunda, y última, salida de Ulises a la aventura. Y de cómo en este segundo periplo post-Itaca, se detuvo primeramente en Lacedemonia y fue recibido por Menéalo en su palacio, de donde sacó, a oscuras, esta vez sí secuestrada, a una aburrida Helena confiada en nuevas aventuras con el más aventurero de los héroes. Lo que desconocía la ligera hermana de Clitemnestra era que Ulises la mantendría amarrada en cubierta, hasta dejarla, como regalo a los cretenses, objeto del desprecio de Kazantzakis. Todo esto lo cuenta el formidable escritor griego en los 44.000 hexámetros de su Odisea. Pero no fue el autor de Zorba, el único que se encargó de reseñar las nuevas navegaciones de Ulises. Conocemos de lo poco que nos queda del ciclo épico, fragmentos como el de la Telemaquíada donde se registra un final esperado para el viejo lobo de mar y señor de Ítaca. En busca de su hijo, se hace de nuevo a la mar hasta llegar a las playas de Circe, de doradas trenzas y encontrarla amancebada con Telémaco, en un desplazamiento que habría encantado a Freud. En un ingrato enfrentamiento, el hijo dio muerte al marino infinito. Que el destino de Ulises era el mar y sus riberas, y que no se corría ni se le sacaba su broncíneo cuerpo, lo va a reseñar también el dante en su viaje a las profundidades. En el canto XXVI de su Inferno, se encuentras los visitantes con un espacio encendido, donde se destaca una llama doble y “Lo maggior corno della fiamma antica/ cominciò a crollarsi mormurando/pur comme quella cui vento affatica”. Y lo que dice esta llama más alta, es cosa de maravillas, uno de los relatos más deslumbrantes y reveladores de la literatura occidental. Como lo reconoció, en sus días de Auschwitz, el italiano Primo Levi y lo relata en el mejor de sus libros. Me voy a permitir reproducir lo que dice “il maggior cor”, la flama más alta, que es la de Ulises, porque la otra, la pequeña, como se sabe, es la de Diomedes:
Cuando libre de Circe, la inhumana,
que más de un año en Gaeta me retuvo,
do antes de Eneas era soberana,
ni el cariño por mi hijo me contuvo,
ni de mi viejo padre la ternura,
ni el amor de Penélope me abstuvo,
de correr por doquiera a la ventura,
por conocer el mundo como experto
y al hombre con sus vicios y cultura.
Lancéme sin temor al mar abierto,
con solo un leño, y tuve por compañía
pocos hombres, más todos de concierto.
Vi las costas del mar hasta la España,
en Marruecos, y en la isla de los sardos,
y las comarcas que en contorno baña.
Mis compañeros, viejos y ya tardos,
cual yo también, llegamos al estrecho
donde Hércules plantó firmes resguardos
para marcar al hombre fatal trecho;
Ceuta dejé a un lado a la partida,
y Sevilla quedó por el derecho.
Hermanos, que entre riesgos sin medida,
tocáis el extremo de occidente,
en la corta vigilia de la vida,
aprovechad la fuerza remanente!
No os privéis de la máxima experiencia
de hallar en pos del sol mundo sin gente.
De noble estirpe es vuestro ser esencia:
para alcanzar virtud habéis nacido
y no a vivir cual brutos sin conciencia.
De lo mío el ánimo aguerrido
esta arenga conforta y su osadía
nadie, ni yo, la hubiera contenido.
La popa vuelta a donde nace el día,
en alas locas vueltas nuestros remos,
vamos a la izquierda siempre en nuestra ví.
Del otro polo, las estrellas vemos
en la noche, y abajo no aparecen
del horizonte nuestro los extremos.
Cinco lunas renacen y decrecen,
con la luz por debajo de la luna
desde el gran paso en que los mares crecen,
cuando aparece una montaña bruna

por la larga distancia, levantada
cual hasta entonces no era vista alguna.
¡Oh, alegría que en llanto fue trocada!
Que de la nueva tierra un torbellino
bate la proa la nave tormentada.
Tres vueltas le hace dar en remolino;
sube la popa al enfrentar la tierra,
baja la proa, y el querer divino
al fin el mar sobre nosotros cierra.
La cita puede parecer demasiado larga pero debe entenderse como un veloz homenaje al que fue el mejor lector del autor de las Églogas. Pero, también puede encontrar justificación en que nos reitera el destino marinero del héroe homérico. Que no murió bajo techo y los cuidados de Penélope, sino en el cerúleo Atlántico, cuando “infin che ‘l mar fu sovra noi richiuso”.
Ulises, como todos los grandes héroes, es una metáfora de la vida de su tribu. Su aventura es la misma de Grecia. De su expansión imperial surcando el anchuroso techo de la ballena. Hacia el este, hasta Asia menor y el Mar Negro. Hacia el oeste hasta Sicilia y más allá, España, siguiendo las rutas de los mercaderes fenicios. La historia de Grecia encuentra mejor expresión en la Odisea que en todas las historias de sus historiadores. El mar es circular, como el de la mentalidad primitiva. Y no de otra forma es el recorrido de Ulises, circular. Que fue siempre la estructura de la épica. Gilgamesh sale en busca de la inmortalidad y regresa, tan mortal como antes, a su lugar de origen. El hijo de Alertes lo mismo. Con desconfianza sale de Ítaca para regresar, veinte años después, pero envenenado por el veneno de la aventura marinera. Su destino es el de Grecia, su patria-tierra, y hay que buscarlo en los surcos retorcido del vinoso ponto.
Si ahora volvemos al héroe de Virgilio después de la tormenta eólica, lo encontramos en tierras libias a donde fue a parar con sus blancos huesos. Libia es Cartago y en Cartago gobierna Dido, la hermosa reina africana. No es el tema de estas páginas, pero podríamos aventurar que al hablar de la soberana cartaginesa, Ulises tuvo presente a la otra reina africana, a la Cleopatra Tolomeo. Eneas y Dido son Antonio y Cleopatra si Antonio hubiese sido más sensato. La simetría es sugerente. Ambas reinas fueron formidables gobernantes de potencias terrestres. Y ni Antonio ni Eneas alcanzaron fama como almirantes de la mar Oceanía. De modo que tenían que sentirse a sus anchas ambos comandantes en aquellas geografías tan poco comprometidas con los avatares del mar. Esto explica, con la hospitalidad y nobleza de Dido, la renuencia de Eneas a seguir un destino que, inexorablemente, lo llevaría de nuevo a hacerse a la mar de encontradas corrientes y sumergidos valles:
Durante todo el invierno, tan largo como fuere, solazábanse
en blanduras, olvidados de sus reinos (Eneas y Dido),
cautivos de torpe deleite.
Pero, como se sabe, son mezquinos los dioses con la felicidad de los hombres. Somos sus juguetes, se quejaba Sófocles. Y no van a prolongar tanta armonía en la vida del prudente Eneas. Quien recibirá la visita del dios alado para recordarle que su proyecto existencial no es gobernar Cartago sino fundar Roma, nada menos, para lo cual tendrá que cruzar esta vez, no de este a oeste, sino de sur a norte el Mediterráneo, en los leños restaurados después de la “fiesta” de Eolo. “No por mi voluntad voy a Italia”, son las cortas palabras con las que trata de justificar su decisión de marcharse. Pero, en esta segunda huida, Eneas cuenta con el favor de los dioses. Al menos es lo que le insinúa el inmortal mensajero en una nueva aparición: “¿No oyes cómo alientan los céfiros favorables? ¿Por qué no precipitas la fuga mientras la puedas precipitar? Entonces,! no más demoras!” Y el héroe se lo hace saber a su tripulación, que, por lo demás, no parece haber tenido en Cartago la misma suerte que su capitán: “Despierten, remeros, de prisa a los bancos. Suelten velas prontamente, Un dios enviado desde el alto cielo, he aquí que de nuevo me insta a acelerar la fuga y cortar las retorcidas amarras. Navega con nosotros, ¡oh santo entre los dioses, senos propicio y enciende en el cielo favorables astros.”